Una declaración de amor

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Una declaración de amor… Así se siente cada gesto, cada mirada, cada palmada cuando uno se reinicia y hay otro que se da cuenta. Digo reiniciarse como la acción de decidir saltar de una vida armada a otra, donde todo está por hacer. Fuera de lo hecho, de la familia grande, de los lugares comunes, de esa esquina que reconoces porque por allí pasaste tantas veces. Ya no encuentras al azar fotos viejas, notas de adolescencia. Tampoco te topas por casualidad con los amigos de siempre, ni con esa pared donde tus padres medían estaturas y expectativas. Ya no está ese café del primer beso, ni la película de los 15 años. La red se cae, y no hay abuelas, ni primos, ni nanas que sostengan ese equilibrio de paternidad y pareja. No hubo espacio para meter una vida en un par de maletas.

Ya los espacios son otros, ajenos, distantes. Y entonces uno extraña eso que estorbaba: notas, papeles y huellas de lo que fue. Ahora el espacio no se ve. Se siente como esa escultura del emigrante de Ganachico, como un vacío que nos atraviesa para marcarnos para siempre con lo que desapareció.

Una declaración de amor sucede, cuando en oficios inesperados, nos encontramos con alguien que nos dice, “¡Qué tragedia la de Venezuela!, pero menos mal que ustedes nos tienen a nosotros”. “No tienen a nosotros”. Nada más vivo, nada más bonito que asumir que los tenemos (sin solicitarlo) , que sentir que entramos a sus vida (sin ellos pedirlo), y aún así somos bienvenidos.

«Nos tienen a nosotros», como sino existieran dudas de que esto es así Porque sí, porque somos países hermanos, ¿no? Y entonces se van llenando otros vacíos, de otra forma, de otra gente, de otros recuerdos. De una declaración de amor que surge de la nada, sin obligación, sin ataduras, solo porque sí. Porque nos tenemos.

(Gracias #Colombia, gracias #Medellín). .
Foto. Monumento al Emigrante Canario — Garachico (Santa Cruz de Tenerife), España

Migrar en cámara lenta

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Migrar en cámara lenta

Migrar en cámara lenta: este el post que nunca quise escribir.

Recuerdo hace más de 3 años cuando sentada en la barra de mi cocina junto con mi esposo y una copa de vino le decía que sentía que había ido de Venezuela sin haberlo hecho.

El país donde vivía ya era ajeno, no lo reconocía, no era el mismo de mi infancia, de mis fotos, de mis recuerdos. Esa emoción se instaló como una herida a la que no quería mirar para no ver que lejos de curarse, iba creciendo.

Espacios en blanco

Recién, mi hermano y toda la familia habían partido a Colombia, días antes habíamos despedido a grandes amigos, y así en cada adiós, cada vez más frecuentes, cuestionaba nuestra decisión de quedarnos. Y ahí en la misma barra, el mismo llanto, la misma tristeza una y otra vez.

Ya en los dibujos de mis hijos desaparecían sus compañeros de juegos, sus primos, sus amigos, Diego, Valentina, Fabio, cada uno rehaciendo vidas en otras latitudes desaparecieron de su cotidianidad.

No pude escribir sobre estos espacios en blanco en su momento, como hoy me cuesta recordarlo.

Fue una migración en cámara lenta. La mental y la física.  Con cada despedida de iba un pedacito de identidad.

 

Un país, un espejismo

Nunca quise irme, hasta que vivir en un espejismo fue evidente y el instinto de protección familiar presionó la toma de decisiones.

La migración lleva a romper lazos que sabía que iba a tardar mucho en volver a reponer: el día a día con mi mamá, Coro, mi casa, carrera profesional, tradición, fotos, papelitos con historias… Se trataba de salvar el día a día, sobrevivir sin mayores pretensiones.

Una migración en cámara lenta. Un duelo silencioso y oculto en la normalidad. Dicen que es el duelo más grande. No lo sé. Hasta ahora la nombro y la escribo, entonces apenas existe.

Mientras tanto aquí estamos, reconstruyendo identidades, aún en cámara lenta.

Hijos en redes

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Hijos en redes

Hace unos días me reuní con una gran amiga de la infancia. Vivir en la misma ciudad no garantiza que nos veamos, de hecho pocas veces lo hacemos. Con el WhatsApp pareciera que cumplimos con la cuota de cariño de estar en contacto. A nuestro grupo de amigas del colegio apenas si podemos etiquetarlas en una foto de esos recuerdos con los que Facebook nos sacude la memoria. A sus hijos, solo en fotos.

Nuestro último encuentro, dejó un reguero de recuerdos y reflexiones ¿Cuantas de las promesas que se hicieron entre las mejores amigas de la infancia se han cumplido?: Hermanas de sangre, amigas para siempre o espero que nuestros hijos puedan jugar juntos algún día… La adultez o el descuido barre con muchas de ellas. Agendas repletas o nuevas fronteras. Metamorfosis.

Ahora las redes sociales son el boleto único para ver crecer a esos niños que nunca llegaron a juntarse con los nuestros. Tenemos hijos de nuestras hermanas del alma regados por el mundo. Y entre likes y comentarios ingenuamente nos preguntamos con entusiasmo infantil, ¡¿cuándo nos vemos?! ¡Qué más da! ¡A veces con solo decirlo se siente cierta magia de eso que añoramos!

Tratemos de pensar que se puede, como cuando fuimos cómplices de nuestros juramentos de niñez. Como cuando nunca nos imaginamos que tocaba comenzar de nuevo en otro lugar del mundo, con la casa de muñecas ya amoblada y con las piezas completas.

Esa noche nuestros hijos jugaron juntos. Había cierta esperanza en nuestra sonrisa, hasta ternura. Por esta vez pudimos sortear esa mala racha de los desencuentros. Por un instante se activó el deseo de las hermanas del alma. Con o sin redes.

El guion de la mamá venezolana

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Todas las madres tienen su propio guion, de él se valen cada vez que sus hijos les preguntan sobre lo que los rodea, desconocen, les sorprende, les da curiosidad o les preocupa. Recientemente se celebró el Día de las Madres en Venezuela, país con retos económicos, sociales y políticos que ni el mejor vidente hubiera podido predecir 20 años antes. Las preguntas de mis hijos cambiaron desde hace algunos años, se hicieron complejas y hasta desalmadas, quisiera que se tratara de los cuestionamientos propios de su desarrollo, pero no; las preguntas vienen salpicadas de realidad y hasta de desesperanza: por qué se nos va la luz todos los días, por qué no hay agua, por qué no conseguimos el cereal que me gusta y la más reciente, ¿por qué nos quitaron las clases los viernes, justo cuando tenía mi práctica de básquet? Son pocos los ciudadanos que desconocen estas respuestas, la explicación está allí por más absurda que nos parezca, ahora ¿qué tanto decimos y qué ocultamos a nuestros hijos?

Recientemente planteaba esta disyuntiva a un amigo, él confesaba orgulloso que sus hijos ni siquiera sabían quién es el Presidente de la República; él y su esposa se habían encargado de evitar el tema político en la casa. Pensaba en mi propia dinámica a modo reflexivo, y si era posible que eso pasara en un hogar con dos periodistas sumergidos en las redes sociales para profundizar todo lo posible sobre lo que pasa en el país y buscar explicación lógica a la gestión del gobierno y sus consecuencias. ¿Será que teníamos el guion equivocado? ¿Acaso se trata de replicar la versión de La Vida es bella latinoamericana?

Evitarles la ansiedad que genera un entorno inestable es una tentación cotidiana, incluso en muchos casos una necesidad y hasta una obligación. Ahora, ¿se trata de ocultarlo todo? Pensé en mi propia infancia, y cómo mis padres solían discutir sobre “asuntos secretos” a puerta cerrada. Sin saber aún de qué se trataban, hoy agradezco que no nos hayan expuesto innecesariamente a temas difíciles de digerir por un niño; esos temas siempre estarán y debemos afinar el criterio para saber cuáles son y pasarles llave. Lo que sí recuerdo es que en mi casa se hablaba de política, nos explicaban por qué no nos podían comprar todo lo que pedíamos, crecí escuchando palabras como inflación, crisis y corrupción. Gracias a mis padres sabemos que crecimos en un país con dificultades, y que organizarse y votar era un deber y un derecho ciudadano. Poco se hablaba en el colegio del tema, no se promovía el diálogo y la discusión sobre política o economía que han sido noticia en este país por tantos años, ¿el perfil del ciudadano sería distinto hoy? Quién sabe.

Mi guion, afortunadamente, no es único ni incuestionable. Se trata de responder lo que mis hijos me preguntan con verdades sencillas, píldoras fáciles de digerir y que al mismo tiempo los motive a pensar, cuestionar y a llegar a sus propias conclusiones. Nunca es temprano para formar ciudadanos. Quiero que sepan por qué ya no podemos comprar todo lo que acostumbrábamos y que participen de una forma activa en la gestión de la economía familiar del momento. Quiero que entiendan que la luz se va, no solo porque un fenómeno natural hace que ya no llueva lo suficiente como para llenar una represa, sino porque los que gestionan esa área, no fueron previsivos ni tomaron las medidas para evitar el racionamiento. Qué mejor forma de hablar de valores como responsabilidad, ética, solidaridad y democracia que explicándolos con lo que vivimos hoy. Y por supuesto que rescatamos a Benigni siempre que se pueda, y compramos una ración de maíz de cotufas, nos reunimos a ver una película en casa y terminamos el día hablando del sonido emocionante del sable de luz de la última película de La Guerra de las Galaxias, o de cómo finalmente Arlo en el Gran Dinosaurio, puso su huella en la piedra luego de lograr su hazaña. Y con eso también les enseño que, a pesar de todas las dificultades, esto también pasará.

Nana de mi vida

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Marbella tejía constantes historias de la infancia y la adolescencia de mi papá y sus hermanos. Llegó tan chiquitica a casa de mis abuelos que aún estaba en la barriga de su mamá. Se quedó con la misión de acompañar a los 5 hermanos en su crecimiento y darle una mano a mi abuela con los guisos y los quereres.

Mi papá le tenía miedo a la oscuridad y Marbella le prestaba un pedacito de su cama para calmar sus angustias. Así lo hizo por años. Incluso, lo descubrí un par de veces contándole mis historias y las de mi hermano, con la misma complicidad infantil de cuando pedía cobijo, buscando en su sabiduría orientación y calma.

En cada diciembre, nacimiento, bautizo y graduación, estaba Marbella, armando el rompecabezas familiar con anécdotas puras, con la rigurosidad de una memoria intacta y con la pasión de una nana enamorada de la familia elegida. Marbella, la nana eterna, quiso continuar su saga acunando historias renovadas, la de mis hijos, los de mi hermano, de mis primos y vecinos. Así siguió consintiendo barrigas, preparando atoles y contando historias, las de otros que ya eran suyas

Las nanas completan nuestras vidas. Marbella lo hizo hasta que la muerte le borró para siempre esa memoria de la que nos aferrábanos y descansó rodeada de todos esos hijos que no tuvo, pero que encontró en el camino para armar leyendas, recetas, sonrisas y familia, esa que hoy debe replicar los relatos que ella escudriñó en el tiempo para darle eternidad a su alma de cuentacuentos.

Emociones y pataletas, juego de niños

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Emociones y pataletas, juego de niños

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Salir a comprar zapatos con la abuela parecía un plan divertido para el fin de semana.

Para Daniela fue una oportunidad para retar la paciencia y la tolerancia. Probarse muchos zapatos y no decidir por ninguno fue el juego en esta ocasión: me molestan, me quedan grandes, los quiero de otro color, me gustaría brillantes… Yo respiraba profundo, mientras mi mamá repetía: a ustedes les elegía los zapatos, se los ponían y ya. Con una sonrisa nerviosa le explicaba que eso sería lo más fácil Pero que no quería obligarla sino dejarla elegir. Ya en una oportunidad le había comprado unas sandalias que un día simplemente no quiso usar más porque le molestaban.  Tentada a usar la técnica autoritaria, agotada por la conciliación, se me fue el tiempo filosofando entre la practicidad de la crianza tradicional y la conciliatoria, y horas después me vi en mi casa agotada y sin zapatos para Daniela.

 

Emociones y pataletas: ¿quién gana?

 

No hay soluciones perfectas. Tampoco madres, ni abuelas, ni niños. Todos hacemos lo mejor que podemos.  Si bien la conciliación es importante en la crianza respetuosa orientar las emociones de los niños y aterrizarlas a la realidad,  lo es aún más. En oportunidades ni nosotros sabemos lo que queremos, lo que nos pasa, o la emoción que nos embarga, lo mismo pasa con los niños. Nada personal. Nada en contra de mamá o abuela.

Quizá los zapatos perfectos aparecen otro día, cuando definamos límites antes de salir de casa, cuando acordemos que hay un tiempo para decidir, y que si ella no puede hacerlo, entonces alguien más tendrá que hacerlo por ella. Lo cierto es que la lógica de una compra rápida de unos zapatos para niña, se convirtió en un carrusel de emociones, de mi mamá pensando que me dejaba dominar por una niña de 5, de mi cuestionamiento interno (¿hasta dónde debo dejarla decidir o hacerlo por ella cuando veo que no puede tomar una decisión?) y de Daniela, que al final solo pedía comerse el helado que le habíamos prometido.

Una vida… Una agenda.

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La gran máxima de una gran amiga, alta ejecutiva y mamá de dos, es que debe haber una agenda única. Trabajo, familia y vida personal se debe retratar en un solo espacio. Tiene sentido, nuestras múltiples facetas dependen de un reloj y para que se salven deben tener un espacio sagrado. En el mismo calendario donde pautamos reuniones, deben estar los actos escolares y el cine con la pareja. Pues desde hoy escribir, tiene un lugar en mi día. Defender el espacio para hacer lo que nos gusta es el mejor homenaje que podemos hacernos, es nuestro espacio privado, de disfrute, de encuentro, de placer.

Un gran amigo terapeuta me decía que la única manera de ser un buen padre, es invertir en ser una gran persona, y eso pasa por dedicarnos el tiempo necesario, o mejor, el disponible, para dibujar la rutina diaria, con un color propio, no el de los hijos, no el del trabajo ni de la pareja, uno que escojamos y defendamos todos los días.
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Mamá Aeropuerto

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Mientras espero en un aeropuerto, luego de casi tres días sin ver a mis hijos, recuerdo una frase que una gran amiga destacó en una conferencia de trabajo, “las mujeres exitosas solo lo logran con una gran red de apoyo”. Rossi, una gran profesional, gerente de una transnacional, madre y esposa, siempre muy sabia en sus apreciaciones, toca un aspecto que puede pasar desapercibido y que al mismo tiempo se convierte en una clave de supervivencia para la mamá moderna. Abuelas, tías, madrinas, amigas, guarderías o cualquier otra modalidad de aliado comprometido, permite que un día como hoy, casi a la medianoche, esté esperando un avión pensando que mis hijos se durmieron esperando mi llegada.

Miro a mi alrededor, y entre la multitud propia de un aeropuerto aletean sentimientos y pensamiento encontrados de tantas mujeres con la mirada perdida entre responsabilidades múltiples y una agenda única. Un ejemplo de ellas es mi amiga Ana, emigrante dedicada a sus dos hijos hasta que el permiso postnatal se acaba, entonces comienza el dilema entre un trabajo muy exigente y poco tiempo para los hijos. No se siente muy original cuando piensa que necesita el ingreso para optar a una mejor vivienda y que al mismo tiempo quiere más espacio en su agenda para atender a la familia. Ana no tiene cerca a los suyos, sin embargo un day care hace parte del trabajo.

Así como la religión, este culto no es asunto de un solo Dios, se manifiesta en distintas formas, todas válidas siempre que sea con el consentimiento de quienes la viven. Cada quien hace que su familia baile al ritmo que defina papá y mamá, que normalmente está motivado por el amor y las ganas de que todo salga bien. En mi caso, mi esposo, sin tapujos, arrea a sus hijos con la mística de un padre moderno y amoroso. Mi mamá, quien quizá se imaginaba a sí misma sentada en una hamaca viendo las hojas de los árboles caer, tiene una agenda apretada entre tantos nietos que llevar, traer, vestir y “malcriar”. Hace 9 meses luego de debatir con mis roles de profesional, madre y esposa, acepté iniciar un reto laboral que prometía rescatar mi carrera profesional a un costo: con horario estricto y reventando agendas tradicionales. Ahora, entre reuniones, agendas y aeropuertos de vez en cuando me da tiempo de pensar y escribir, sorteando entre las culpas y la modernidad, gana la realidad. Esa que rompe la fotografía de portada de la mamá perfecta para matizarla en un equipo multidisciplinario de apoyo, madre substituta que viene a salvar la patria en la dura faena de la mujer moderna, esa de los mil sombreros entre los que cuenta el de ejecutiva, esposa e hija, y que cuando lleva su favorito, el de mamá, sabe que es el que le ha cambiado la vida».

Hijo, disculpa lo malo…

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Celebrando un afortunado encuentro con una gran amiga, en una de esas escasísimas escapadas sin niños, nos sentamos a almorzar felices de compartir lo que vivir en ciudades distintas nos arrebata: una conversación cara a cara, con la complicidad y alegría propia de quien no importa cuántos años tengas sin ver, bastan 5 minutos para ponerse al día y reconocernos en guiños y crónicas pasadas. Riéndonos de nuestros antiguos temas de conversación propios de la vida loca universitaria, dejamos a los niños en la casa, pero no se ausentaron de los relatos como nuestra realidad y continuo reto diario. Mi amiga, con una sensibilidad y paciencia admirable, cultivada con la maternidad de dos chiquitos, me decía: “¿Qué es eso de la calidad de tiempo con los hijos? ¿Mito o realidad? Si hay días tan malos que cuando llegas a casa no puedes ni contigo mismo, como también hay días en las que a pesar de haber tenido muchísimo trabajo, tienes el ánimo y la energía para sentarte a pintar con ellos y jugar un rato en la hora del baño. La calidad de tiempo no es un botón, se mueve con nuestro ritmo”.

Aunque hay mucho de cierto en el guión de la película The Matrix, aun no tenemos programas que podamos incorporar a nuestras vidas dependiendo de la circunstancias y nuestras necesidades, no somos mamás de manual (¡Afortunadamente!) y esa situación no podía ser mejor ejemplo de ello. Compartimos crónicas de angustias y experiencias sobre la dificultad de salirle al paso a los gritos, el llanto, las pataletas, la resistencia a dormirse temprano, en esos días no tan buenos en los que ese deber de dar “calidad de tiempo” martillaba nuestra conciencia. De inmediato, me contaba entre orgullosa y sorprendida, un episodio en el que su hijo había perdido un aparato electrónico, y que tanto ella como su esposo, pudieron manejar la situación sin regaños escandalosos, se valieron de una conversación mirando a los ojos de su hijo avergonzado y triste por haber perdido su juguete favorito, haciéndole entender que a cualquiera le pasa, que era importante estar pendiente de sus juguetes y mostrando empatía por su pérdida aun cuando le aclararon que no podían reponer lo perdido. Entonces descubrió esa calidad de tiempo que creía perdida.  Esa misma que ambas encontramos en ese afortunado almuerzo. Un cable a tierra, casualidad, un par de horas, encuentro y el rescate de ese espacio vital en el que somos personas, individuos, mujeres que se recargan para poder seguir dando constantemente a nuestros hijos como una caja de luz en la que el aviso de “turno” pareciera no apagarse nunca. Con esa vulnerabilidad propia de los de carne y hueso, sorteando ánimos, humores, sueños, lágrimas y errores para ser ese papá posible, protagonista de las nuevas ediciones de la paternidad emocional, único enfoque de este complejo rol, no tan rosa como lo pintan.

Aceptémonos aun en esos días malos, hablemos de ello, prendamos los reflectores sobre los miedos, inseguridades, indecisiones; no somos los únicos. Amemos a nuestros hijos celebrando nuestros errores afortunados, única lección de vida para fortalecerlos como personas, para darle forma real a nuestra familia y para reconocernos como seres humanos en constante reajuste. Nadie repara lo que no identifica como falla. Y nunca olvidemos esos espacios en los que nos escapamos de lo cotidiano para conectarnos con esa individualidad que nos fortalece como padres, como pareja, como familia. Eso sí, hacemos lo que mejor podemos, y si toca en algún momento decir algo, diremos: “Hijo, disculpa lo malo, soy humano”.

Educar desde el ombligo

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La paternidad se convierte en una carrera por encontrar ese trofeo catalogado «el mejor». Queremos el mejor colegio, la mejor nana, la mejor rutina deportiva, la mejor alimentación. Es esta carrera de competitividad y angustias, en principio ese «mejor» se nos va de las manos para quedarse en los libros de ficción, y al final, lo fundamental termina estando cerquita. Está en tu ombligo, en el de tu pareja, y en una cadena de ombligos de sangre y de elección. Está en ese saludo que das o que te guardas, en ir a visitar a un amigo con las manos llenas o vacías, en guardarte una crítica si ves que no aporta mucho a la persona que te escucha. Nada más y nada menos que el ejemplo.

Aunque el entorno sí contribuye a la formación de nuestros hijos, en quien más debemos invertir es en nosotros mismos, quienes llevamos a cuestas esa inmensa responsabilidad de guiar a otros por un buen camino. Y 8 horas no son suficientes, ser padres lleva 24. Los hijos se convierten en detectives de cada uno de nuestros movimientos, y van incorporando en su disco duro la manera como nos ven relacionándonos con los otros y así lo repiten.

Lo dice con sentido común Jorge Bucay en el editorial de la revista Mente Sana Nº 70: «Tratamos a los otros con el mismo rencor o con la misma indiferencia con la que nos han tratado… También somos capaces de comprender y tratar a otros -para bien y para mal- de la misma manera en que hemos visto a nuestros padres, maestros y hermanos tratar y comprender la situación de los demás».

¿Es de ponerse a llorar si nuestros ancestros no se llevaban la medalla de buena conducta? Para nada. A cierta edad ya no estamos en posición de culpar a otros por nuestras miserias, y si bien no podemos modificar nuestro histórico, sí podemos retocarnos a nosotros mismos. Vamos a aprender con la misma ilusión con la que entramos a la universidad. Nos toca estudiar, comprender y aplicar estando conscientes de lo mucho que podemos errar y también de la oportunidad que tendremos de enmendar y acertar. Podemos nutrirnos,  tanto escuchando a los maestros de nuestros hijos como una conversación de padres, en nuestras sesiones de terapia personal o viendo una buena película. Como buenos estudiantes, debemos estar atentos a cada mensaje cotidiano, con humildad, y también con mucha pasión.

Leyendo la descripción de Bucay sobre el camino de la paternidad, es fácil emocionarse y al mismo tiempo sentirse seriamente comprometido: «Criar y educar a un hijo o una hija es ponerse en función de ellos, tanto para satisfacer un deseo posible como para frustrar una pretensión inconveniente o peligrosa, tanto para acompañar como para dejarlos avanzar solos en su beneficio, tratando de hacerlos sentirse amados, valiosos, capaces, únicos y maravillosos. Formarlo implica, pues, especial pero no únicamente, ayudarlo a que incorpore una escala de valores que le permita ser una persona íntegra más que un vecino exitoso, alguien capaz de sembrar y cosechar amor de los demás, un ser que sea capaz de compartir lo que tiene sin dudarlo y de recibir lo que los otros le dan sin culpa».

En un ombligo, la vida…